Una de las cosas que más me gusta de ‘La forma del agua’, la nueva película de Guillermo del Toro no es su historia, ni cómo subvierte las convenciones de los cuentos de hadas y de las películas de monstruos, sino la intención por la que lo hace y el mensaje que envía en una época como la nuestra.
Así como muchos autores usan la ciencia ficción para reflexionar sobre lo que significa realmente ser humano a través de situaciones límite, del Toro usa una historia de amor —en este caso entre una chica de la limpieza y un «monstruo» humanoide — para ponernos también en una situación límite y hablar sobre las personas «diferentes».
En ese sentido, más que un cuento de hadas para gente adulta, La forma del agua es realmente una película sobre marginados, y justo ahí está su verdadera magia.
Encuentros en los márgenes
Si algo tienen en común los personajes creados por Guillermo del Toro y Vanessa Taylor para La forma del agua es que todos están buscando su lugar en el mundo.
Elisa, la protagonista, es una mujer que perdió la voz en su infancia y que trabaja como aseadora en un laboratorio secreto del gobierno americano durante la guerra fría. Su vecino y amigo, Giles, es un artista gay que lucha por mantenerse vigente en un mundo donde la fotografía está dejando relegada a la ilustración publicitaria. Zelda, su compañera de trabajo, es una mujer afroamericana víctima del racismo y la misoginia. Incluso el coronel Richard Strickland, el «villano», es un hombre infeliz que lo único que quiere es mostrar su valía.
Todos, a su modo, son personas que viven en un lugar y un tiempo al que no pertenecen. Algunos por sus ambiciones, otros porque no encajan en la época que les tocó y otros simplemente porque son diferentes y viven al margen de lo que se considera el común de la sociedad.
Lo interesante de esto, sin embargo, es que el monstruo, un humanoide anfibio en todo sentido, es un personaje que existe para romper los márgenes a conciencia.
De monstruos y pares
Dice la Universidad de Cambridge que la etimología de la palabra monstruo demuestra el rol complejo que siempre han jugado estos seres en la sociedad. Monstruo deriva del latín monstrare que significa ‘mostrar’ y de monere que significa ‘advertir’. Los monstruos, explican en Cambridge, son ante todo demostrativos. «Revelan, presagian, muestran y evidencian cosas, a menudo de forma incómoda».
Lo mismo pasa con el monstruo que creó del Toro para La forma del agua. Su rol en la película no es ser el interés romántico de Elisa, sino demostrar nuestra falta de empatía con todo aquello que no terminamos de comprender, sea o no humano.
De esa idea nace uno de los momentos más importantes de la película, el diálogo de Elisa con Giles cuando él se niega a ayudarla en su intento de rescatar a la criatura anfibia:
La forma en que él me mira. No sabe lo que me hace falta… O por qué estoy incompleta. Él simplemente me ve por lo que soy. Como soy. Y es feliz de verme, todo el tiempo. Todos los días.
Elisa encuentra a su par en un monstruo porque es el único que no la juzga por no tener voz, el único que no la hace sentir menos por ser muda.
Es un mensaje contundente.
Por un lado del Toro nos muestra que el amor —como el agua— no tiene límites y, por el otro, nos habla de lo enferma que está una sociedad incapaz de amar, comprender e integrar a los «otros».
En un mundo donde cada vez hay más parias, lo que hace del Toro es invitarnos a abrazar a nuestros monstruos, los que llevamos por dentro, los que creamos a diario o los que están desde siempre y jamás nos sentamos a observar.
Y es que aceptar su existencia, es también aceptar las cosas que cada uno de ellos revela.
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